sábado, 20 de junio de 2009

ESTA PUERTA NO DEBE SER ABIERTA

Dobló la esquina y un rayo de sol le golpeó directamente en los ojos cegándola. Tuvo que frenar su andar presuroso y por unos segundos solo existieron los sonidos de la peatonal Córdoba, los pasos, los murmullos de la gente, los vendedores, el silbato de un agente, el acordeón de un anciano que tocaba por monedas una canción irreconocible. Entreabrió los ojos divisando simplemente siluetas negras sobre un fondo anaranjado por un sol de las seis de la tarde que iba cayendo al final de la calle. Retomó lentamente el paso haciéndose visera con una mano, y un azul, luego un rojo, luego rostros y finalmente las vidrieras de los negocios reaparecieron a su vista.
Había ido a comprarle un regalo a su hermana para su cumpleaños, talvez una lámpara…
No tenía mucho tiempo para perder, sólo el necesario para encontrar algún objeto que combinara buen precio con medianamente buen gusto, además se había comprometido a preparar una torta, de lo cual ya se estaba arrepintiendo.
Y a lo lejos, de espaldas, vio a un hombre caminar lentamente por el medio de la peatonal, conversando con una mujer a su lado, desinteresado del contexto de una calle atiborrada de gente. Su espalda ancha y su corte de cabello (que parecido es). Un colectivo y un par de autos detuvieron su marcha al llegar a la esquina, oportunidad para acercarse algunos pasos más y mirar mejor. La mujer debe haber dicho algo gracioso, pensó (¿puede una nuca sonreír?), aparentemente si. La escuchaba hablar encorvándose levemente para acercarse a sus palabras y mirando el piso como concentrándose en ellas, movimiento de hombros, manos en los bolsillos (debe ser él). Reconoció la camisa, blanca a cuadros azules, ella se la había regalado alguna vez (¿o era blanca a rayas, o era azul lisa?). Sin embargo no pudo detectar en su memoria ese pantalón de vestir azul o esos zapatos negros y brillantes dentro de su guardarropa (si es él tiene unos kilos de mas, y si, claro, pero le sientan bien). Vino a su mente el día en que se conocieron, atravesaron la ciudad a pie, calles desiertas a esa hora, en las que solo retumbaban sus palabras, y los destinos iban quedando estériles cada vez que una anécdota se convertía en otra. Una noche en la que no era tarde para nada, sus palabras eran consumidas con interés por éste hombre con sus manos en los bolsillos, y comenzaba a desplegarse algo más grande que la madrugada y todas sus estrellas.
El local al que pensaba entrar había quedado atrás y no se había dado cuenta sumergida en la curiosidad, sin recalar siquiera un segundo en lo enfermizo de su actividad. El hombre y la mujer apuraron el paso más adelante luego de que él sacara una mano del bolsillo y sacudiera su muñeca haciendo tiritar un reloj que de seguro les avisaba que era tarde para algo. Más atrás ahora era ella la detenida en la esquina por el transito mientras miraba atónita la escena (ese es el reloj, si, es él). El arrebato súbito en su sangre por la duda despejada dio paso instantáneamente a la perplejidad total. “No, no puede ser él” dijo en voz alta y clara, y ella lo sabía bien, pues había sido ella y nadie más, la que sentada al borde de la cama le sostenía la mano mientras moría, hace ya casi seis años.
Se conocieron y se enamoraron, en el fondo todas las historias de amor se parecen, lo que las diferencia son las razones para permanecer juntos. A la larga para ellos fue la necesidad, la lástima y el sentido de la obligación. Llevaban dos años de un noviazgo dulce cuando decidieron convivir, habiendo ahorrado lo suficiente como para comprar los elementos básicos, y lograr convertir el pequeño departamento que alquilaron en un hogar. Solo dos meses después de que todo hubiera salido del las cajas de la mudanza, que la habitación quedara perfectamente pintada del color elegido, que se hubiera colocado el aplique de luz que faltaba en la cocina, que los cuadritos comprados en oferta se hubieran colocado simétricamente en las paredes, después de apenas sesenta despertares en mañanas que eran propias, entre sábanas nuevas para la ocasión y cortinas que hacían juego con el cubrecama, él descubrió que el cáncer se había desparramado tanto en su cuerpo que ya no había nada que hacer. Y fue justamente por eso que decidió no combatirlo. Cuatro meses duró la agonía, los dos últimos él ya no se levantó de la cama, y cada día podía notarse cómo ambos habían muerto un poco durante la noche. En las horas finales ella se sentaba a su lado y le leía, y él hacía de cuenta que escuchaba, en un ambiente tan denso y silencioso, de palabras susurradas, que podía oírse el segundero de su reloj pulsera en la pausa de cada punto y aparte. Y él se fue, y ella sostenía su mano, y el segundero inexplicablemente seguía marchando. Se mudo de aquél departamento en cuanto el último objeto fue arrojado en las mismas cajas en las que habían llegado, dejando “de regalo” el aplique de la cocina y los cuadros colgados en la pared, en el apuro de huir del escenario de sus desgracias, y se prometió nunca volver siquiera a pasar por esa calle, aunque con el tiempo lo hiciera simplemente porque era el trayecto más corto para llegar a algún lado.
Cayó en cuenta de ese detalle y hasta casi sonrió pensando en los efectos apaciguadores del paso del tiempo. Igual su notorio parecido le seguía resultando impactante, aunque si talvez lo viera de frente vería que su nariz era más grande o que sus ojos no eran verdes (no, claro que no puede ser él, pero, ¿quién podrá ser ella?). Por la elegancia uniformada que se desprende de sus vestimentas se pensaría que son compañeros de trabajo, además de ese aire de cordialidad formal que surge de su lenguaje corporal. De seguro no es su pareja, ella es rubia, y él siempre sintió debilidad por las morochas (las morochas como yo), además ella va fumando un cigarrillo, vicio que él considera antiestético y poco femenino, por otro lado él es… (No, él no es)
Nunca volvió a pensar en cómo se hubiera desarrollado su vida si él no hubiera muerto. Talvez tendrían hijos, y sin embargo la idea de ser madre hoy le resultaba todavía lejana. Mucho menos se imaginó que haría o que le diría si volviera a tenerlo enfrente. No era necesario hacerlo, pues cuando él se fue se fue para siempre.
Así y todo ella seguía caminando, tratando de acortar distancias con aquél extraño, a ver si de una vez por todas podía ver su rostro, otra vez.
En un momento él se detuvo y se despidió con un beso en la mejilla de su acompañante, ella sonrió mientras hacía un comentario y se alejaba saludando. Ahora él estaba sólo, era el momento de acercarse y terminar con este sinsentido. Él caminó unos pasos y en un giro brusco entro en una galería. Ahora ella no podía verlo (corré, corré). Su respiración se agito y corrió sin darse cuenta tras él con un ahogo salado en la garganta. Una puerta de vidrio comenzaba a cerrarse lentamente al costado de una zapatería, que mostraba tras de sí un corto pasillo alfombrado y al final del mismo una espalda a cuadros que subía una escalera hasta perderse. En la entrada un cartel blanco rogaba en letras negras “Esta puerta no debe ser abierta”. Ella lo leyó a medida que iba acortando los pasos. Se detuvo para recuperar el aliento y dio media vuelta.
Recordó dónde podía comprar una linda lámpara por calle San Luis.

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